miércoles

La locura española de Leonora Carrington

La artista y escritora surrealista cruzó los Pirineos para ayudar a su amante judío Max Ernst y acabó en 1940, atada de pies y manos, en un psiquiátrico en Santander


El intento de conseguir un salvoconducto para Max Ernst, confinado en un campo de concentración en Francia, llevó a su amante Leonora Carrington a entrar en España recién acabada la guerra civil. En lugar de conseguir liberarlo, fue ella la que acabó encerrada en un sanatorio psiquiátrico de Santander, dirigido por el doctor Luis Morales. De aquella peripecia, más surrealista que la filosofía de sus propios protagonistas, quedó un relato tan real como alucinante escrito por la propia Carrington, que pretendía ser una mera catarsis y acabó publicado como Memorias de abajo. Un texto fundamental en la historia del surrealismo.

Ahora que celebramos el centenario de la artista británica finalmente afincada en México se reconstruye su desvío español, tanto mental como geográfico, en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en el mismo Santander y en breve en el Hay festival de Segovia.

Leonora y Max Ernst se habían conocido en el restaurante Barcelona de la londinense Beak Street, con Man Ray, Lee Miller y los Eluard. Fueron amantes en Paris, donde André Breton la adoptó como “una de los suyos”, y se fueron a una casita de campo donde ambos produjeron una importante obra, incluido el autorretrato de ella La posada del caballo del alba. El avance nazi sobre Francia destruyó el idilio amoroso y artístico que Carrington y el pintor alemán desarrollaron en la localidad francesa de Saint Martin d'Ardeche. Tras ser arrestado él por segunda vez, una atribulada Carrington viaja en coche a España, vía Andorra, para buscar en Madrid un salida para Ernst.
En las entrevistas que mantuvimos hace una década en su casa de México, Carrington reconocía haber estado afectada por lo que llamaba un “síndrome de guerra”, perturbada, físicamente disminuida, mentalmente debilitada. Pero fueron su salidas de tono político en el Madrid del año cuarenta lo que llevo a las autoridades españolas, con el cónsul británico y con la aquiescencia de su potentado padre a encerrarla primero en un convento y después a trasladarla en coche al norte. Le administran tres veces luminal y una inyección en la espina dorsal: anestesia sistémica. Han vencido su resistencia. La entregan, como un cadáver, al psiquiátrico del doctor Morales, una casa jardín en Valdecilla. Su destino no buscado. Es atada de pies y manos. Medicada con cardiazol, equivalente al electrochoque. Una caída al abismo. Una locura forzada.
Medio año duró su encierro español, un episodio del que se negaba a hablar, “porque aún me produce mucho dolor”, según me confesó cuando ya había cumplido los 90. Fue el doctor Pierre Maville quien le aconsejó escribir sobre su cruda experiencia. “No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me pusieron un cuerpo horrible: creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión. La magnitud de mi remordimiento hacía soportables sus ataques. No me molestaba demasiado la suciedad”. Terminó manejando la sórdida situación con una inteligencia prodigiosa, convirtiendo el escenario de su encierro en una especie de mapa prodigioso, con sus símbolos y constelaciones que le permitían buscar la salida a su caída en el hondo pozo de la locura.
El de Carrington puede inscribirse entre los casos de mujeres sometidas por haber ejercido su libertad sin límite. Gracias a la escritura —una maldición que salva, en palabras de Clarice Lispector— Carrington exorcizó sus males. En la clínica leyó a Unamuno, hizo horóscopos diarios para el doctor Morales, que acabo prendado de su inteligencia. Con una señorita de compañía abandonó Santander en tren rumbo a Lisboa, con parada en Ávila. “Era Nochevieja. Hacia un frío intenso. Paramos en Ávila, donde nació Santa Teresa. Había un tren largo con muchos vagones cargados de ovejas que balaban de frío. Era espantoso. Los españoles pueden ser atroces con los animales. Recordaré aquella ovejas sufriendo hasta el día que me muera. Era como el infierno.”
Más lúcida de lo que aparentaba, Carrington dio esquinazo a su protectora y en Lisboa se fue en busca del periodista y poeta mexicano Renato Leduc, que hacía funciones de secretario de embajada. Se casaron y dejó de estar a merced de la voluntad de su padre, o de Max Ernst, que también acabó saliendo de Marsella hacia el exilio vía Lisboa, de la mano de la millonaria Peggy Guggenheim. Tras un tiempo con el grupo surrealista reunido en Nueva York, la pareja marcha a México. Pese a su divorcio Carrington se quedará allí —en el país del surrealismo natural según su protector, André Breton— hasta el fin de sus días. Incluida hoy en el grupo de mujeres artistas surrealistas de Latinoamérica, su pintura está entre las más cotizadas, y sus relatos mantienen la frescura y las sorpresas de textos adobados por un profundo surrealismo.
En su casa de la colonia Roma, acabó rodeada de españoles, incluido el médico que asistió sus partos, José Horna, y su mujer la fotógrafa Katy, más su inseparable compañera en el arte y la vida, la ilustradora y pintora Remedios Varo. También trató a Luis Buñuel que la cita en sus memorias. “Un día, cuando llegamos a casa de un tal Mr. Reiss donde nos reuníamos regularmente, Leonora se levantó de súbito, entró en el baño y se dio una ducha completamente vestida. Después, chorreando, regreso a la sala, se sentó en una butaca y me miro fijamente. 'Eres un hombre apuesto', me dijo en español tomándome del brazo. 'Te pareces enormemente a mi guardián', del psiquiátrico de Santander". El desvío español en su viaje vital marcó para siempre el destino de la última surrealista.
El País de España 


https://www.youtube.com/watch?v=wkKRPPrN5KE&t=47s

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